lunes, 1 de abril de 2024

David Hume: evitando que legislar equivalga a construir castillos en el aire

 

David Hume (1711-1776) fue uno de los más importantes filósofos de la historia. Escocés de nacimiento, sus planteamientos supusieron una genuina innovación para las corrientes del pensamiento existentes hasta entonces, ramificadas en la metafísica y el racionalismo. Hume fue, ante todo, un empirista. Aquello que existe, la manifestación externa de la realidad, es lo que se percibe sensorialmente y genera una impresión en el individuo, esto es, la certeza, en el grado más fuerte del término, sobre la verdadera existencia. Frente a la impresión, como percepción de la realidad, surge la idea, que no es sino fruto de un conjunto de impresiones previamente adquiridas, pero que no puede ser acreditativa de la realidad, como sí lo es la impresión, pues la idea se forma con la combinación de impresiones diversas, cada una con sus propias variables, y por lo tanto, alcanza per se un estatus de abstracción o de inconcreción que la separa de la necesaria certeza como característica propia de la realidad.

Hume es el autor del Tratado de la naturaleza humana, obra filosófica cumbre, al que se sucedieron importantes libros sobre la moral y la política, y que hizo que el propio Kant se refiera al pensador de Edimburgo como “quien le despertó del sueño dogmático”. En efecto: Hume combatió todos aquellos conceptos filosóficos que se separaban de la certeza de las impresiones, y en definitiva, de la experiencia y la costumbre, siendo éstos los términos clave de su filosofía y de la comprensión del ser humano. Todo aquello que estuviera marginado de la verificación empírica entraba en el terreno de lo indemostrable, del dogma impuesto, y en consecuencia, no podría ser tomado como una realidad: por este camino, la metafísica tradicional no tendría un lugar dentro del pensamiento empirista, de modo que la comprensión del ser, y con este concepto, todos aquellos que tuvieran componentes trascendentales carecerían de la validez necesaria para adquirir el verdadero conocimiento de la realidad. Lo etéreo de estos términos metafísicos hacía que para Hume se tratara con ellos de construir castillos en el aire, sin más fin que la divagación y sin la aspiración de conseguir un conocimiento cierto. Respecto del racionalismo, el escocés advirtió que las ideas innatas, tan propias de este movimiento, no pueden existir. Toda idea nace de la impresión, y el conjunto de impresiones a lo largo de la vida del individuo determinan su experiencia y lo conforman como tal.

Evidentemente David Hume es uno de los grandes inspiradores del positivismo, en general, y del jurídico en particular. Nada hay más allá de los ordenamientos jurídicos y de las normas que los integran, pues su vigencia y eficacia, en cada momento y sociedad, son atributos perceptibles, impresiones, de su realidad. Ahora bien, no debe, en modo alguno, desligarse la filosofía empirista de Hume de sus consideraciones sobre la moral humana, y de la necesidad de la construcción de una ética personal y pública.

David Hume era defensor de una realidad incontestable: la emotividad del ser humano, en el que concurren emociones y razón. Lo determinante es todo aquello que las impresiones generan para el individuo, que no se limita a lo objetivo, sino que van más allá del dato y producen una sensación, ya sea de agrado, desagrado, o cualquier otra. La razón atempera esas emociones y responde ante ellas, canalizando sus efectos y habilitando tanto el bienestar propio como el colectivo.

El que Hume descartara lo trascendente no significa que renegase de lo emocional y de la necesidad de conformar una serie de principios, ubicados en un plano diferente al empírico, o a lo positivo, que habilitasen la convivencia humana desde sus bases y que contasen con su correspondiente traducción material, a través de normas jurídicas justas. La característica clave en su filosofía moral fue la empatía.

Solo mediante la puesta en el lugar del otro, cuando se produce un acontecimiento agradable o desagradable para el semejante, puede comprenderse que la convivencia no reside en la búsqueda del bien exclusivamente personal, sino en la comprensión de las emociones del semejante, y sobre ese entendimiento, construir unas bases morales, una ética común que procure lo mejor para la colectividad, y que redundará en beneficio también del individuo, como integrante de esa sociedad.

De este modo, la ética de Hume, sin dejar de entrar en el ámbito intangible de las emociones, adquiere una nueva dimensión, ajena a conceptos abstractos y sí residenciados en una realidad, como es la innegable naturaleza emotiva de la humanidad. Así, si una ley emanada por el poder no atiende a la sensibilidad social, y obedece a intereses exclusivos del mismo poder, sus efectos no serán en absoluto positivos, y generarán de este modo impresiones sumamente desfavorables, que una vez asimiladas por cada individuo, determinarán en él un rechazo elemental, y no tanto por la forma o palabras de la ley, sino por su trasfondo, su verdadera motivación y la finalidad que el poder persigue con ella, dando lugar a su deslegitimación desde el plano de la ética.

En consecuencia, incluso para el padre de la filosofía empírica, no es posible considerar Derecho a toda aquella norma jurídica que se separe de la ética pública y que no empatice con el bienestar de todos, sino solo con el de unos pocos o con el del mismo poder. Así puede, con nitidez, entenderse por qué Hume afirmaba que nadie puede imponer que el ser equivalga al deber ser, y que una mera proposición descriptiva o enunciado fáctico no se erige en proposición normativa por el solo dictado de quien la produce, sino porque esta proposición sea acorde con la ética pública. Las leyes que no obedezcan a esta finalidad serán, exactamente, constructos carentes de buen sentido, y como aquellos conceptos abstractos e inescrutables, auténticos castillos en el aire abocados, tarde o temprano, a su derrumbe.  

“Podemos cambiar el nombre de las cosas, pero su naturaleza y acción sobre la mente nunca cambian.”

“El hombre es un ser racional y continuamente está en busca de la felicidad que espera alcanzar mediante la gratificación de alguna pasión o sentimiento. Rara vez actúa, habla o piensa sin una finalidad o intención.”

“La naturaleza mantendrá siempre sus derechos y, finalmente, prevalecerá sobre cualquier razonamiento abstracto.”

“Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación, es culpable de imperdonable arrogancia.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de marzo de 2024

Carl Sagan: de la pseudociencia al pseudoderecho

 

Carl Sagan (1934-1966) fue un reconocido astrofísico norteamericano que alcanzó una gran cota de popularidad como divulgador científico, haciendo honor a las palabras de Aristóteles, conforme a las cuales tan importante es tener una idea como saber explicarla y difundirla. Sagan manejaba a la perfección la oratoria y, como sabio en su disciplina, tenía la capacidad de exponer algo complejísimo de una forma que todos aquellos que le escuchaban podían entender cuestiones tan difíciles como las que se derivan de la misma naturaleza inescrutable del universo.

Hombre polifacético, más allá de las cuestiones científicas propias de su disciplina, ante todo fue totalmente abierto de miras, lejano al dogmatismo, a las imposiciones de los gobiernos y un firme defensor del espíritu crítico y de la formación cultural como resortes para enfrentarse al poder.

Para Sagan, aparte de que la sociedad tomara consciencia de la necesidad de reconocer y de explorar la realidad existente en la otra parte de las murallas del planeta Tierra, desde lo interno, resultaba inconcebible que el poder político llegara a tergiversarlo todo, incluso la misma evidencia científica, para presentar como tal cosa aquello que le interesara en cada momento. A ésto se refirió como pseudociencia en una de sus más importantes obras literarias, titulada El mundo y sus demonios. Encontramos aquí, de nuevo, un concepto esencial que se debe hallar en las bases de toda disciplina y que ha de ser ajeno, siempre, a las infiltraciones de terceros: la ética. La verdadera ciencia implica primero exposición y luego prueba de su certeza, pero en todo caso partiendo de los cimientos de una serie de principios invariables, como la veracidad, la honradez, el altruismo y la búsqueda del bien de todos. A ello se añade algo más: dentro de estos principios morales, resulta imprescindible que todo científico tenga en cuenta si la evidencia que pretende poner de manifiesto, y como quiere presentarla, produce un beneficio social, pues en caso contrario las bases de su proceder impedirán proponer tal cosa, al saber que va a generar un daño muy posiblemente irresoluble.

Este pensamiento de Sagan no es limitado al ámbito de la pura ciencia astrofísica. Ni muchísimo menos. Resulta de aplicación integral a lo jurídico, máxime tratándose el Derecho de una ciencia que, como es notorio, está muy peligrosamente relacionada con intereses transitorios, partidistas, y en nada ajenos, precisamente, a la presentación de la norma jurídica de una forma que parece beneficiosa cuando en realidad no lo es, y sus efectos prácticos lo demuestran, produciendo unos daños sociales muy difíciles de reparar.

Sagan era agnóstico; pero eso no le impedía afirmar que todo se rige por una serie de leyes universales, físicas, éticas, siempre invariables, y que de existir un Dios, precisamente estaría en esa eternidad que revelan los principios que generan y sustentan a la realidad. Un concepto de Dios, por otro lado, muy próximo al de Spinoza. Pues bien, si esta tesis se lleva a la materia jurídica, qué duda cabe que Sagan incluiría estos principios en el denominado Derecho Natural. Y sobre él en modo alguno puede haber intromisiones de ninguna facción política. No obstante, como esto puede ocurrir, y de hecho así pasa, mediante la manipulación de la opinión pública, resulta absolutamente necesario que la sociedad esté muy bien formada educativa y culturalmente para impedir, desde la crítica, tanto la suplantación del Derecho Natural por una moralidad ad hoc creada para beneficiar a algunos en perjuicio de la mayoría (al margen de que se presente de otra manera) como la generación de unas normas jurídicas que, dejando atrás aquellos principios eternos de la ética, lleguen a ser vigentes y a producir efectos prácticos, pues a partir de entonces las bases de la destrucción social ya estarán dispuestas.

No es de extrañar, atendiendo a lo anterior, que nuestro gran autor ya vislumbrase lo que iba a ocurrir en el presente con la tecnología y la ética. La conversión del medio en un fin y el adormecimiento social con grandes dosis de pantallas e internet. Un poder que incide en los sistemas educativos y fomenta el uso indiscriminado de lo tecnológico, para producir una situación de celebración de la ignorancia que le permita hacer lo que literalmente quiera. Y cuando el resultado llegue será muy tarde, porque en lo legal los efectos permanecen, no se borran con facilidad o cambiado sencillamente una ley por otra, aunque digan lo contrario. Una autodestrucción desde lo jurídico similar a la denominada autodestrucción tecnológica de las sociedades más avanzadas; una paradoja que tiene respuesta clara: la falta, separación o manipulación de la ética. En este punto, en la necesidad de primar la formación cultural y la educación social para evitar el colapso propiciado por los intereses espurios me resulta muy significativa la coincidencia de Sagan con Unamuno, quien afirmaba que “la libertad no es un estado sino un proceso. Solo el que sabe es libre. Solo la cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamientos. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura.”

Miremos hacia Carl Sagan, y hacia su comprensión del universo y de lo universal más allá de lo científico, porque en esa visión está la respuesta al problema de nuestro tiempo y la evidencia de que todo es susceptible de manipulación, incluido uno de los campos más intocables para el bienestar social, como es el jurídico. Malamente podremos hablar de Justicia en un contexto en el que las previsiones del magnífico divulgador se cumplen; cuando simétricamente a la pseudociencia existe un pseudoderecho, participando ambos de los mismos fundamentos conceptuales: la separación de la verdad, la postergación de la ética y la presentación como beneficioso para todos de aquello que no lo es o solo lo es para algunos.

“Preveo cómo será la América de la época de mis hijos o nietos: Estados Unidos será una economía de servicio e información; casi todas las industrias manufactureras clave se habrán desplazado a otros países; los temibles poderes tecnológicos estarán en manos de unos pocos y nadie que represente el interés público se podrá acercar siquiera a los asuntos importantes; la gente habrá perdido la capacidad de establecer sus prioridades o de cuestionar con conocimiento a los que ejercen la autoridad; nosotros, aferrados a nuestros cristales y consultando nerviosos nuestros horóscopos, con las facultades críticas en declive, incapaces de discernir entre lo que nos hace sentir bien y lo que es cierto, nos iremos deslizando, casi sin darnos cuenta, en la superstición y la oscuridad. La caída en la estupidez de Norteamérica se hace evidente principalmente en la lenta decadencia del contenido de los medios de comunicación, de enorme influencia, las cuñas de sonido de treinta segundos (ahora reducidas a diez o menos), la programación de nivel ínfimo, las crédulas presentaciones de pseudociencia y superstición, pero sobre todo en una especie de celebración de la ignorancia. En estos momentos, la película en vídeo que más se alquila en Estados Unidos es Dumb and Dumber. Beavis y Butthead siguen siendo populares (e influyentes) entre los jóvenes espectadores de televisión. La moraleja más clara es que el estudio y el conocimiento —no sólo de la ciencia, sino de cualquier cosa— son prescindibles, incluso indeseables.”

“En mi opinión, es mucho mejor entender el universo tal como es que persistir en el engaño, a pesar de que éste sea confortable.”

“Si algo puede ser destruido por la verdad, merece ser destruido.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 




jueves, 1 de febrero de 2024

Friedrich von Schiller: hacia la Justicia por el camino de la estética

 

Friedrich von Schiller (1759-1805) fue un intelectual alemán, muy querido en su tierra e influyente en múltiples ámbitos de la cultura; dotado de un carácter polifacético, destacó como dramaturgo, poeta y filósofo. Gran amigo de Goethe, conformó con él un auténtico movimiento, el Clasicismo de Weimar, que propició una concepción de lo literario, y de la vida, desde un prisma estético, teniendo en cuenta este último concepto como una rama de la filosofía.

Schiller fue un hombre de su tiempo, y quiso ofrecer una posible respuesta a los problemas sociales y políticos. La suya fue una época convulsa. Y lo hizo desde una perspectiva original, pues lo común consistía en residenciar las soluciones en el estricto ámbito de la moralidad, o de la ética, abandonada o desviada en su plasmación material cotidiana en las relaciones intersubjetivas, razón por las que éstas no alcanzaban lo virtuoso. Nuestro autor fue lector y seguidor de Kant, pero discrepó de él en aspectos relevantes. Muy especialmente en la concepción que Kant tenía de la estética, como un nexo entre razón y sentimiento, pero de naturaleza eminentemente subjetiva. Esto es: cada individuo tiene un concepto distinto de la belleza, de la gracia. Sin embargo, Schiller se separó de esta tesis y aportó algo novedoso para la estética, que expresó en obras como De la gracia y la dignidad, Cartas sobre la educación estética del hombre y Kallias: su objetividad. La verdadera estética, que se aprecia por toda la sociedad, partiendo del individuo, se obtiene fuera de lo subjetivo, mediante la abstracción de lo personal y la conversión del ser humano en un espectador del mundo. Si aquello que se observa por todos genera una respuesta intelectual, de modo que introduce en los individuos un sentimiento común de agrado, inmediatamente por esa vía estética del sentimiento se pasará a la razón, y se considerará que aquello que tiene gracia, que es bello, armonioso en sus formas, será, a priori, también bueno, éticamente correcto.

La objetividad de la estética y el enlace que propicia entre la forma y el fondo, entre lo bello y lo ético, me lleva a pensar en la perfecta viabilidad de aplicar esta tesis al campo del Derecho.

Es habitual que en los planteamientos filosóficos de la materia jurídica se estime que las reglas morales, los principios éticos, anteceden a las normas jurídicas, esto es, al Derecho Positivo. El plano de la norma moral es distinto al de la norma positiva. Su naturaleza es otra. Y viene a considerarse (para quienes sostienen una posición iusmoralista del Derecho) que desde la ética, como base primordial para la vida social, se atribuyen a las leyes y demás normas positivas sus fundamentos para considerar a éstas como razonables o justas. En otros términos: la ética insufla a la ley su valor de Justicia, su legitimidad.

Pero, si seguimos a Schiller, no existe inconveniente alguno en transitar un camino inverso para apreciar también la Justicia de la ley, partiendo de la ley positiva y no de la ética. Y es aquí donde este concepto de estética objetiva resulta de una extrema utilidad.

Si nos posicionamos como observadores de la forma de proceder de un gobierno, y de las leyes que a su impulso entran en vigor, a través de los cauces que considera oportunos, es incuestionable que esa visión nos genera una reacción sensitiva, del mismo tipo que cuando tenemos delante nuestro una obra de arte, una pintura, una persona agraciada, o cualquier otra manifestación material. Pues bien, este primer impulso estético nos va a llevar a razonar si lo que estamos viendo está bien o no lo está, si nos conviene como sociedad o si tiene que ser cambiado de inmediato. Encontrándonos con prácticas objetivamente atentatorias al respeto de ciertos colectivos sociales, cuando no a la inteligencia de todos; con normas jurídicas mal confeccionadas, que aprovechan vías de extraordinaria y urgente necesidad haciendo de la excepción la regla; con una sintaxis, un uso del lenguaje, absolutamente incomprensible, que motivado por la impericia de quien redacta, cuando no por una voluntad malévola para tratar de ocultar en una telaraña de disposiciones adicionales, transitorias y finales los verdaderos móviles que llevan a la redacción de ese texto, sin duda nos encontramos todos con la misma reacción: esa norma es horrible, incomprensible, un disparate ininteligible, lo que posteriormente se confirma, por desgracia, con la necesidad de rectificaciones, modificaciones, derogaciones, interpretaciones, y, sobre todo, unos efectos en la realidad completamente negativos, unas consecuencias sociales nefastas.

Pues bien, la conclusión de que dicha ley está completamente separada de la ética y es ajena a la Justicia la obtenemos gracias a la estética. De aquí su gran importancia, pues desde la norma positiva podremos alcanzar la convicción de su injusticia sin tener que remontarnos a cuestiones de moralidad desde el principio, sino atendiendo solo a la sensación que nos causa lo que cierto gobierno o cierto legislador produce. Y no deja de ser un referente de gran importancia y precisión, porque se basa en un elemento objetivo: la percepción sensorial.

Cuando al poder no le interesa que una sociedad tenga unos sólidos principios éticos, una formación cultural que le permita ser crítica con lo que hace, y por esa vía se produzca un cambio, siempre quedará esta notable teoría de Schiller, sobre el objetivismo estético, que tal vez sea lo que, llegado el momento, alerte definitivamente a la sociedad de las intenciones de los gobiernos cuando éstos no persiguen el bien común sino el suyo propio. Porque ese poder puede incidir en la formación cultural, incluso en la moral, y así, en definitiva, en el sentido crítico, para intentar anularlo por completo; pero en aquello que se manifiesta externamente con mala calidad y una apariencia desfavorable (efecto necesario de una causa de iguales caracteres) generando un sentimiento común de rechazo, uniéndonos a todos en una verdadera fraternidad (fin al que Schiller aspiraba) nunca podrá influir. Será el origen de la ansiada libertad social.

“Una necesidad externa determina nuestro estado, nuestra existencia en el tiempo, por medio de las impresiones sensibles. Esta necesidad es involuntaria, y tal como actúe sobre nosotros tenemos que sufrirla.”

“El hombre en su primer estado psíquico se limita a recibir pasivamente las impresiones del mundo natural, a sentir, de modo que está todavía completamente identificado con éste, y no precisamente porque él no esté en el mundo, y no haya aún un mundo para él. Es solamente cuando, dentro de su estado estético, él lo pone fuera de donde lo contempla.”

“La voz de la mayoría no es prueba de justicia.”

“¿Qué es la mayoría? La mayoría es un absurdo: la inteligencia ha sido siempre de los pocos.”

“Que tu sabiduría sea la sabiduría de las canas, pero que tu corazón sea el corazón de la infancia candorosa.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


lunes, 1 de enero de 2024

Epicteto: otro día más en el paraíso

 

Epicteto (55-135) fue un filósofo cuya existencia comenzó de una forma bastante complicada: como esclavo -con todas sus implicaciones- en la Roma que fue el escenario de su vida. Se trataba de un hombre sensato, muy inteligente, tanto era así que su dueño, Epafrodito, estaba admirado con su valía intelectual, y consideró indigno que un hombre de tal categoría no fuera considerado más que una cosa. Afortunadamente hablamos de personajes, ambos, dotados de una cierta ética, y por ello, aunque hubiera sido posible que al dueño no le importase lo más mínimo que su esclavo sobresaliera tanto, o bien sí le importase, pero en el sentido de obtener a su costa algún tipo de rédito personal, es decir, aprovecharse de él y de ese modo mantenerle ajeno al estatus jurídico de persona de por vida, lo cierto es que fue Epafrodito quien lo envió a perfeccionar su talento filosófico a una prestigiosa escuela y ello supuso, de hecho, el impulso final a la manumisión de Epicteto: su entrada, conforme al Derecho Romano, en la plena libertad y consideración de persona a todos los efectos. Enseñó en tierras del Imperio hasta que -cosas de políticos- el emperador Domiciano, temeroso de que un grupo de rebeldes pensadores, los filósofos, entre los que estaba él, pusieran contra las cuerdas a los dogmas e imposiciones emanadas de su infalible persona, lo desterró a Grecia, donde fundó su propio grupo de seguidores y falleció.

La obra de Epicteto, de carácter oral, fue posteriormente recogida en el llamado Manual de Vida (o Enchiridion), siendo un pilar esencial del pensamiento estoico, al que nuestro autor se adscribe como uno de sus referentes.

Eminentemente práctico, Epicteto se preocupó más por el alcance de la felicidad y tranquilidad personales, en el día a día, que por la definición y averiguación de lo universal. Mejor llevar una vida apacible, tranquila, como camino de la sabiduría, que escrutar lo insondable y no tener un momento de paz interior. En consecuencia, el concepto de ética para Epicteto arranca desde el individuo, sobre dos premisas esenciales: primero, saber que, en lo que de uno depende, todo el buen hacer y la mejor voluntad deben ser dispuestas; pero respecto de lo que está en manos de terceros, o de circunstancias o de hechos ajenos a uno mismo, toda vez que nada se puede hacer, asumirlo como lo natural y saber vivir con ello, sin mayor preocupación; y segundo: la construcción del buen individuo supone un crecimiento interior, un perfeccionamiento forjado en el autocontrol, en la disciplina, en la prudencia, para llegar a ser la mejor versión de uno mismo, no desbocada por las pasiones o los vicios que hagan de la persona un ser controlado por las circunstancias y no a la inversa.

A partir de aquí, es posible observar una proyección de su filosofía a la idea de lo público o al debido comportamiento que cualquier dirigente político debiera de tener. Una cuestión constante en Epicteto es el recurso a llevar una vida “acorde con la naturaleza”. Esto implica armonía, actuar de forma sensata, noble, honrada, y en el caso de un mandatario, estar a una serie de principios que se adicionan a aquéllos que el estoicismo enseña al respecto de la llevanza de una vida serena, propia de cualquier persona que no se dedique a la cosa pública. Estamos, pues, ante un plus, algo más, que la ética, esos principios de la naturaleza, exigen a quien desarrolla funciones públicas: la superación del interés personal por el interés colectivo. Forma parte de la ética política estar por el bien de la comunidad y no por el propio. Epicteto estaba hablando, en definitiva, del eterno Derecho Natural, de aquellos preceptos inmutables, radicados en el plano de la moral pública, que deben regir la vida y acción de presidentes, emperadores y reyes, y así hacerse extensivos a su producción normativa, dando lugar a unas leyes honestas, justas, completas en el sentido de conjugar los mundos de la norma positiva y la norma moral.

Y si quien recibe el honor de representar al colectivo, y por lo tanto de velar por sus intereses, no se ve capaz desde un punto de vista moral de llevar a cabo dignamente tal tarea que, como digo, tiene por cimientos la renuncia a lo personal y la entrega a la comunidad, si es una persona de bien, lo que debe hacer es marcharse y dejar de perjudicar a todos. El filósofo lo decía muy claramente en el Manual de Vida:  

“Cualquier posición que puedas mantener conservando el honor y la fidelidad a tus obligaciones está bien. Pero si tu deseo de contribuir en la sociedad compromete tu responsabilidad moral, ¿cómo puedes servir a tus conciudadanos si te has convertido en un irresponsable sinvergüenza? Más vale ser una buena persona y cumplir con tus obligaciones que tener renombre y poder.”

La propuesta filosófica de Epicteto, desde mi punto de vista acertadísima, no es para nada sencilla de ejecutar, de llevar a la práctica. Y ello tanto por las propias debilidades humanas como por el rechazo que genera el toparse con alguien digno en el marco de una sociedad maleada, simplificada, debilitada y de un poder corrompido. Es, como mínimo, un elemento discordante –por no decir enervante- fundamentalmente porque, de inicio, solo el mero contraste ya saca a la luz las vergüenzas globales. El estoico debe luchar consigo mismo para perfeccionarse y asumir como circunstancia tan incontrovertida como incontrolable el mal ajeno, no doblegándose ante él, manteniendo la dignidad, pero tampoco frustrándose al no poder cambiar lo que es un hecho, como lo es que el sol sale todos los días por la mañana, guste o no guste. De ahí se explican las graves persecuciones, hasta la aniquilación incluso, por parte del poder, de aquellos que considera incómodos o muros incombustibles de resistencia ante sus imposiciones: exilio (como nuestro filósofo vivió), ceses, reproches, amenazas, calumnias, y hasta la muerte (pensemos en Jesús de Nazaret, por ejemplo). Así lo dejó dicho Epicteto:

“La vida de la sabiduría, como cualquier otra cosa, tiene un precio. Siguiéndola puedes ser objeto de burla e incluso llevarte la peor parte en todos los aspectos de la vida pública, con inclusión de la profesión, la posición social y hasta la posición legal ante los tribunales.”

En fin, unos principios filosóficos esenciales para la buena marcha del mundo, pero que en la actualidad hacen de quien los practica un ser heroico desde todos los frentes.

Y, mientras tanto, disfrutemos nosotros de otro día más en el paraíso.

 

“Compórtate siempre, en todos los asuntos, grandes y públicos o pequeños y privados, de acuerdo con las leyes de la naturaleza. La armonía entre la voluntad y la naturaleza debería ser tu ideal supremo.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


jueves, 28 de diciembre de 2023

Negan Smith: la ley del miedo

 

Negan Smith es un personaje de ficción, quizá el antagonista más relevante de la exitosa serie televisiva The Walking Dead, interpretado por el actor norteamericano Jeffrey Dean Morgan, quien supo dotarle de una profundidad y aristas psicológicas muy interesantes, de tal modo que lo acercó a un concepto de personalidad comprensible, con sus ambivalencias o claroscuros; un carácter siempre fuerte, en absoluto perfecto, pero al mismo tiempo en evolución, en un dinamismo desde la brutalidad hasta una especie de redención o prevalencia final de la razón, todo ello determinado por la presencia, al principio ciertamente difusa pero al final cristalina, de una ética personal e incluso pública que concluyó definiendo la conducta de Negan.

Nuestro personaje es el líder de un grupo denominado “Los salvadores”, que, en el marco de un mundo postapocalíptico, dominado por la trasformación de la humanidad en muertos vivientes, se ha erigido en garante de la seguridad de las comunidades humanas frente al asedio de dichos muertos vivientes (los caminantes) y de los propios grupos de no infectados ante los ataques recíprocos entre ellos. El motivo por el que Negan adquiere esta posición de líder procede de un acontecimiento personal que supuso una inflexión importante en su vida: su esposa Lucille, a la que quería pese a sus devaneos e infidelidades, enfermó de cáncer y a partir de ese momento él se dedicó a su cuidado. Al acudir a por medicación para ella, fue asaltado, y posteriormente, cuando llegó de vuelta a su casa, se encontró con su mujer ya transformada en zombi y con un mensaje escrito de que acabase con ella, cosa que hizo. Desde entonces, armado con un bate de béisbol recubierto de espinos, al que bautizó con el nombre de su mujer, configuró un grupo que se dedicó a extorsionar a otros colectivos humanos, exigiendo diezmos (ciertamente, la mitad de sus recursos, una práctica confiscación) por su protección, y cobrándose tributos, incluso de sangre, a cambio de garantizarse la lealtad de esas comunidades.

Negan estableció, sin duda, un auténtico sistema normativo configurado por él mismo, como un dictador, con el culto a su persona como pilar maestro, del que dimanaban las normas, justificadas en un pretendido bien colectivo, pero a costa de una supervivencia siempre vinculada a su deificación. Con el paso de los acontecimientos, la brutalidad que Negan desarrollaba para imponer su ordenamiento de salvación sobre las comunidades fue dando lugar a ciertas resistencias en aquellos grupos y por lo tanto a enfrentamientos entre sus líderes, que concluyeron de una manera muy poco favorable, no solo para el propio Negan, quien termina encerrado por el líder de otra comunidad, sino para las personas que se encontraban en el medio de tales enfrentamientos por el liderazgo. Todo este devenir da lugar a que Negan se plantee internamente si esa forma de proceder, basada en el miedo, es correcta desde un punto de vista ético. Si bien siempre contó con ciertas pinceladas de principios morales, como las máximas de la protección del colectivo, del respeto a la jerarquía o una idea de justicia –aunque un tanto desvirtuada, pues se trataba de su propia justicia, a modo de justiciero- fue a partir de su caída cuando aquella reflexión se materializa en un cambio real, en el que el personaje entiende que, sin renegar de la necesidad de ser fuerte y de su carácter determinado, debe encauzar los medios por un camino mejor, más inteligente y que suponga un menor daño para aquellos que ciertamente quiere proteger.

La historia de Negan tiene esta profundidad e interés por su perspectiva filosófica y también jurídica. Nos encontramos con una transformación del ser humano a través de la vía de la ética personal. Negan Smith es un personaje con principios, no nos encontramos ante un completo inmoral, pero sí ante alguien en el fondo muy dolido por razones personales, en cierta forma rabioso, decepcionado, iracundo, lo que le hace enfocar esos buenos principios a través de unas formas inadecuadas. Estamos ante la viva manifestación de cómo unos concretos medios no justifican el fin que se pretende. Y es más: aparte de la patente brutalidad de los mecanismos empleados, la inadecuación para el fin pretendido es también objetiva, por cuanto los resultados no son positivos, ya que llevan al enfrentamiento entre comunidades y al sufrimiento humano. A todo ello hay que añadir, especialmente, que esta forma de entender la moralidad pivota sobre el propio líder, nace de él mismo esa forma de actuar, la impone al resto de afines so pena de matarles e, incuestionablemente, deriva de su propia idealización. De modo que en realidad, ese mal entendido sentir de protección hacia la comunidad no es sino un sistema de pedestalización de su propia persona, con consecuencias negativas evidentes, no solo para los colectivos humanos, sino para él mismo, pues resulta derrocado.

Por lo tanto, desde un prisma filosófico, tenemos que no solo resulta importante contar con principios éticos a título personal -y público en el caso de quien gobierne-, sino también saber ejecutarlos debidamente. Ha de existir una moral efectiva, tanto interna como en la forma de manifestarse, de modo que, aun en presencia de ciertos principios éticos, si en el momento de materializarlos, o de llevarlos a la práctica, aquello que predomina es el egoísmo, representado en la conservación del poder a costa de todo, esto es, en la gloria personal, el resultado va a ser destructivo, pero para todos: para la sociedad y para el propio líder, porque su forma de proceder lleva a la confrontación, a la generación de facciones, y de dicha pugna el líder no va a salir indemne, por más que él crea otra cosa.

Abordando estas consideraciones desde la perspectiva jurídica, es de ver que las leyes que dimanen de un poder que actúe de forma egoísta, sin ética o, en el mejor de los casos, con un mal entendimiento de cómo llevar a efecto el interés general que dice pretender, lo que van a ocasionar es tensión social, desunión y confrontación, es decir: un daño. Y tales normas positivas –que se acatan en cuanto que obligatorias y solo por miedo a sanciones, presiones o persecuciones-, en tanto que contrarias a la ética pública, no serán legítimas. La ilegitimidad de tales leyes cristalizará en el exterior en forma de conflicto social constante, que en modo alguno se produciría si las leyes corrieran parejas con la verdadera defensa del interés general. El problema de que el poder genere dicha tensión constante a nivel social es que su progresión es impredecible y puede terminar de la peor manera, arrastrando al propio poder, causante y víctima del mal ajeno y del suyo propio. Negan tuvo un arrebato final de lucidez, y pudo reflexionar sobre su forma de actuar, como hombre cabal que era; en el fondo, de verdaderos principios, y supo reconducirse, tratando de ajustar los medios hacia el buen fin.

Ojalá de la ficción se pasara a la realidad, y aquellos que dirigen el destino social supieran orientar su acción verdaderamente hacia el bien común y no hacia su único y personal beneficio. Pero para ello, lo primero, es contar con una ética personal que lleve implícito el concepto de interés general y, en definitiva, el de saber estar y comportarse dignamente, sin cinismo y con altura de miras, cuando en las manos de uno está el futuro de todos.   

"Si alguien se mueve o dice algo, sacadle al chico el otro ojo y hacédselo tragar a su padre, luego seguimos"

"Por si no te has dado cuenta, te he metido a Lucille hasta la garganta y tú me has dado las gracias"

"¿Conoces ese chiste sobre un gilipollas llamado Rick, que creía saberlo todo y no sabía nada y consiguió que mataran a toda la gente que iba con él? Ese eres tú"




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid 
y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 


viernes, 1 de diciembre de 2023

Alicia "en el país de las maravillas": un cuento que no lo es

 

Lewis Carroll (1832-1898) fue un matemático, fotógrafo y escritor inglés, cuya faceta literaria, iniciada a través de la publicación de cuentos breves en algunas revistas, despuntó con uno en especial, Alicia en el país de las maravillas, al que le siguió Alicia a través del espejo.

Mucho se ha escrito y estudiado sobre estas obras, y la conclusión a la que se llega es que ambos relatos están más allá de ser libros infantiles; se trata de una narrativa de notable profundidad, dotada de un gran simbolismo, con un tinte crítico encubierto que, a través de la visión del adulto experimentado, se manifiesta claramente hacia el exterior. Y a ello ha de añadirse que resulta sorprendente su proximidad, haciendo de Carroll un escritor inteligente, pues supo exponer de forma metafórica la naturaleza de la sociedad, del poder e incluso de la forma de proceder en Derecho, presentando una peculiar acción de la justicia, que, como digo, a la luz del día de hoy se entiende perfectamente.

Se ha encuadrado el cuento de Alicia dentro de lo que ciertos expertos consideran un tipo de literatura surrealista. Discrepo de esta catalogación. Sí creo que se trata de un relato metafórico, que lleva a una moraleja, pero no lo estimo con un nivel de alteración de la realidad de tal calibre que suponga una deformación de la misma para generar un mundo desconectado totalmente con el real, o constitutivo de un contexto fantástico alternativo. En modo alguno. Los escritores, en ocasiones por ser así su estilo y en otras –no escasas- para evitar la censura –instaurada o no, pero igualmente existente, dejando las apariencias de lo contrario atrás- recurren (recurrimos) a la metáfora y a otras figuras literarias para realizar una crítica, incluso feroz, a la realidad que tenemos y a los evidentes causantes de los males que nos afectan. Pero esto no quiere decir que se inventen mundos gratuitamente, surrealistas por injustificados, o que esos mundos se separen de aquél en el que el autor está viviendo. En toda obra su autor está, y muy presente, porque es parte de él. Hay que saber leer, y sobre todo saber leer entre líneas. Otro problema muy distinto es el no ser capaces de hacerlo, una tristeza (cosa que al poder le interesa intensamente, y trabaja en ello con ahínco) o que el lector simule que no entiende lo que el autor le está queriendo decir de una forma velada. Esta última posición se manifiesta muy ilustrativamente con el silencio: leer y callar, o mirar y callar. No pronunciarse. No hemos visto nada. Falso: el interés (o el ánimo, más que intelectual –ojalá fuera-, escudriñador – bien provistos de visillo y catalejo-) es absoluto, pero unas veces nada se dice porque fastidia, y otras porque hay que protegerse -no alineándose con lo leído o visto- de lo que mora ahí fuera, en ocasiones manifiesto por salvaje, y otras tan escondido, por cierto, como el propio mensaje auténtico de los relatos; pero es que aquello es cinismo, y ésto, literatura. Sutil diferencia.

Alicia es una niña que un buen día, estando en el campo, ve pasar a un conejo blanco a gran velocidad, y le persigue hasta su madriguera, cayendo a través de ella -que resulta ser un agujero cuasi infinito- a un mundo absurdo donde los objetos y los animales hablan y la personalidad y carácter de Alicia parecen diluirse en un ritmo frenético de acontecimientos, hasta llegar a conocer a la reina de corazones, una tirana en toda regla que tiene por la principal de sus aficiones condenar a que le corten la cabeza a todo aquel pobre infeliz que no sea de su misma opinión, y asistir a un juicio como testigo. Un variado periplo, que concluye con el despertar de Alicia, descubriendo que se había quedado dormida.

La representación del personaje del conejo blanco es evidentemente la plasmación del elemento tiempo en la vida del ser humano. Un componente esencial en la existencia, y en efecto, nada hay más veloz y fugaz que la propia vida. Como para desperdiciarlo. En paralelo, este personaje también sirve de catalizador entre realidades, pues conduce a Alicia de un plano a otro. Desde luego, el autor ha querido representar al factor tiempo como aquello que nos va a trasladar a ese mundo ilógico en el que ahora vivimos. Es el tiempo el que lleva a la sociedad, a través de la historia, hasta momentos respecto de los que nadie puede discutir que no son de una especial brillantez en el devenir humano, al punto de colocar a la sociedad en una situación de ultimatum. También es ilustrativo que Alicia cae a través de un agujero sin fin; por lo tanto, el tránsito hacia esa época oscura es negro y en descenso. Y al llegar a ese nuevo mundo, lo que se encuentra Alicia es el completo caos lógico, lo que no es lo mismo que la irrealidad. Es entendible que existen momentos históricos y sociales (no hace falta remontarse muy lejos) que son una realidad y al mismo tiempo una completa locura.

Ya en ese plano, hay seres fantásticos que hacen cuestionar a Alicia su propia naturaleza, su mismo carácter, en definitiva, jugar con ella para que asuma obligatoriamente lo que estos personajes quieren que sea ahí. Y cuando Alicia se ratifica en quien es, sin asumir la imposición ni las órdenes de nadie, lo que genera es un profundo enfado. Estamos ante la manipulación del individuo: la necesidad de los detentadores del poder y de sus acólitos de no ser cuestionados, incluso negando lo objetivo, repitiendo hasta el hartazgo absolutas falsedades e incidiendo en la educación para que el ciudadano achante con su dogma, interiorizándolo sin crítica y fundiéndose con él, colonizando su mente, parasitando su personalidad. El imperio de la mentira.

El juicio que se celebra en el relato es un ejemplo absolutamente contundente de todos los males derivados de la infiltración del poder en la justicia y de la ruptura del principio de separación de poderes. El juez es la propia reina de corazones, por lo tanto, nos encontramos ante el poder ejecutivo actuando como poder judicial, directamente, sin ningún tipo de cortapisa, con desfachatez; el rey, sentado al lado de la reina, es menospreciado y presentado como alguien que se preocupa por cuestiones secundarias a ese juicio, siendo así la viva representación del sometimiento total al poder ejecutivo y a sus decisiones, aunque sean atroces y en ejercicio de atribuciones que no son las suyas. Y finalmente, aunque en ese juicio, que se sigue por el robo de unas tartas, las pruebas no indican que el acusado sea su responsable (los testigos desconocen los hechos), y, es más, aquellas tartas habían vuelto a la mesa (razón sobrada para retirar la acusación) la reina, completamente frustrada, ordena que al acusado le corten la cabeza igualmente. Por lo tanto, aquí son indiferentes la moral, la justicia y el Derecho: lo único que importa es la voluntad del poder, que se reviste de unas facultades que no tiene, porque son de otros, y de unas apariencias y formalidades solemnes, para actuar de forma viciosa y siempre arbitraria, condenado -o perdonando, o amnistiando, o suavizando los castigos…- según le viene en gana, siendo ese poder el verdaderamente inmoral y el jurídicamente responsable de todo lo que pasa.

Por lo tanto, coincidiremos en que las aventuras de Alicia, siendo nuestra protagonista la representante atemporal de una persona como cada uno de nosotros que vive los acontecimientos a los que le lleva un poder desbocado, están muy lejos de quedarse en un simple cuento para niños, y que su “país de las maravillas” es “nuestra tierra del caos”.

“¿Quién decide lo que es apropiado? Y si decidieran ponerse un salmón en la cabeza, ¿tú lo usarías?”

“Solo unos pocos encuentran el camino, otros no lo reconocen cuando lo encuentran, otros ni siquiera quieren encontrarlo.”

“Si yo hiciera mi mundo todo sería un disparate. Porque todo sería lo que no es. Y entonces al revés, lo que es, no sería y lo que no podría ser sí sería.”

“En un mundo de locos, tener sentido no tiene sentido.”

“De modo que ella, sentada con los ojos cerrados, casi se creía en el país de las maravillas, aunque sabía que solo tenía que abrirlos para que todo se transformara en obtusa realidad.”



Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación 



miércoles, 1 de noviembre de 2023

Fausto: cuando Mefistófeles atraviesa las letras y quiebra el Derecho

 

Johann Wolfgang von Goethe (1749-1832) fue uno de los más grandes escritores alemanes. Sus obras abarcaron, con maestría, prácticamente todos los géneros literarios, y han sido examinadas desde prismas muy diversos, advirtiendo una innegable calidad estilística y relevante profundidad, de modo que ninguna de ellas puede ser contemplada solo desde un punto de vista superficial, al ofrecer capas y metasignificados que entroncan con cuestiones filosóficas de primera importancia.

En esta ocasión no me centro en la personalidad del autor, sino en uno de sus personajes, que en verdad se originó en una tradición precedente. Personaje que pareciera que lo tenemos hoy día a nuestro lado, o aún peor, con capacidad para tomar decisiones que nos afectan a todos.

Tampoco he querido dedicar este artículo abiertamente al que voy a llamar “socio” de Fausto. No he de negar que me tienta, desde hace bastante tiempo, examinar jurídica y filosóficamente al diablo, a Satanás, y hacerle protagonista de un texto.

Pero como yo no deseo, en modo alguno, ser un Fausto más en la vida (porque con los que tenemos ya hay bastantes) que caiga en esa tentación –aún simplemente literaria-, ni tampoco me apetece darle protagonismo a quien no se lo merece y que siempre está y estará a la sombra del Bien, por más que le pese, pues no le llega a la suela de los zapatos y todo lo que hace en este mundo es bajo permiso, control y yugo de la Bondad Suprema, que le venció y le vencerá eternamente, sí creo oportuno utilizarle para algo positivo, como la tradición literaria y el propio Goethe, en su versión del mito fáustico, también hicieron. Por lo tanto este será un artículo dedicado a poner de manifiesto, desde lo ético, las consecuencias de la debilidad humana, de la perversión del poder, e indirectamente aquí estará presente esa figura diabólica, que influye sobre el ser humano, porque él mismo lo busca y le hace caer, dañando en su despropósito a la sociedad entera.

La historia clásica de Fausto es la de un hombre culto, científico, que por desgracia adolece de una inmensa ambición y de debilidades. No está conforme con lo que tiene ni con lo que sabe – que no es poco - y desea acaparar todavía más: más sabiduría, más poder, más juventud, más placer. Con ese fin, en un momento determinado de su vida invoca al diablo, que se le aparece en la figura de Mefistófeles, y hace un pacto de sangre con él. Renuncia al conocimiento superior por otro más mundano, dando su alma a cambio del placer, del poder y de una juventud que le aporte fortaleza hasta que el maligno, en el día de su muerte, se cobre el precio pactado. Entre Fausto y Mefistófeles se genera una sociedad, convirtiéndose ambos en un par de compañeros de viaje; desde mi punto de vista más que de una asociación hablamos de una simbiosis, en la que es el diablo quien está controlando a Fausto, se divierte con él y disfruta porque ve como un hombre culto cae en la depravación, arrastra en su deriva a muchas personas a las que hace daño, y tiene garantizado que se va a cobrar una suculenta alma para el infierno. Sin embargo, Fausto, como consecuencia de ese pacto, ha perdido lucidez y se ha transformado en un ser bastante simple, naíf en cierta forma, que piensa que todo lo que siente y le ocurre redunda en su beneficio y es porque él lo ha querido así, cuando realmente es una marioneta manejada por el maligno. En la versión de Goethe, es el amor hacia una mujer, Margarita, quien hace que Fausto despierte y reconduzca sus acciones hacia el lado del bien, librándose del pacto. Pero antes de ello, el diablo había intervenido en la muerte de Margarita, y había hecho de Fausto un personaje corrupto y deseoso de infiltrarse en ámbitos de poder político, haciéndose en ellos el imprescindible, al tiempo que su moralidad se diluía en el goce de placeres de muy poca altura.

No creo que sea preciso decir que este “mito” no lo es tanto.

Dejando al margen las figuras literarias del bien y del mal, y la disyuntiva de Fausto entre ambas, en las que pareciera que Mefistófeles es quien gana, pero por la poca solidez de Fausto, hasta que en un momento crucial él mismo orienta sus actos hacia el lado opuesto, la obra nos trae al día presente el debate moral, la necesidad de la prevalencia de la ética en la toma de decisiones públicas sobre el beneficio personal.

Nos movemos en unos tiempos en los que somos conscientes de que aquél que detenta o pretende detentar el poder sobre la sociedad tiene que pactar con otros. La cuestión es cuál haya de ser el límite para ese pacto. Hasta la fecha, el que quiere alzarse con el poder, aunque lo diga con un tono tan grave como pomposo, no siendo sus palabras de fiar, pues sus hechos no se corresponden con ellas, no pone límite alguno, ya que lo que anhela, ante todo y sobre todos, es el poder, y ello aunque su alianza implique para él tomar una decisión que destruya al estado. Aquí tenemos a nuestros Fausto y Mefistófeles del día de hoy. La situación es idéntica: el que pacta, el que acude a “socios” para llegar al mando, no es quien ejercerá el poder sobre la sociedad, sino que será su simbionte quien lo haga, poniendo de rodillas a una población completa y a las instituciones que la rigen. El Derecho, desprovisto de un valor firme ético, de un respeto por los pilares básicos, por los valores de Derecho Natural, que disponen tanto el armazón de la propia configuración histórica del estado, sustentado en su unidad, como el reconocimiento de nuestros derechos subjetivos más esenciales, será manipulado hasta niveles increíbles, haciendo de lo blanco, negro; sacralizando esa afrenta hasta lo institucional, y con ello los únicos perjudicados seremos nosotros. Ni al Derecho Penal, ni al Derecho Constitucional, ni a ninguna otra rama jurídica las reconoceremos; serán instrumentalizadas, y bien derogadas, modificadas o interpretadas para consagrar el pacto y en pro de sus artífices, beneficiando al simbionte y alegrando, sin más, al que piensa que resulta favorecido por el acuerdo, cuando no es sino un pobre títere altanero, carente de cualquier tipo de ética personal que le permita cortar las cuerdas que lo dirigen.

Y mientras no lo haga, todos nosotros bailaremos forzosamente con él, al tiempo que las carcajadas de Mefistófeles resonarán de una forma ensordecedora. A menos que alguien lo impida…

Yo soy una parte de aquella parte que al principio era todo; una parte de las tinieblas, de las cuales nació la luz, la orgullosa luz que ahora disputa su antiguo lugar, el espacio a su madre la noche.”

“Suplicas jadeante por verme, por oír mi voz, mi rostro contemplar; me inclina la poderosa súplica de tu alma. ¡Aquí estoy! ¿Qué lastimero espanto se apodera, superhombre, de ti? ¿Dónde está el grito del alma? ¿Dónde está el pecho que un mundo en sí creó, y lo llevó y lo cobijó, y que, temblando de alegría, se hinchó, alzándose, hasta igualarse con nosotros, los espíritus? ¿Dónde estás Fausto, de cuya voz oí el sonido, ese que, con todas sus fuerzas, se afanaba por llegar a mí? ¿Eres tú ese que, animado por mi hálito, hasta en lo más recóndito de su alma tiembla, un medroso gusano retorcido?”

“El hombre se extravía siempre que, no satisfecho de lo que tiene, busca su felicidad fuera de los límites de lo posible.”




Diego García Paz es Letrado Jefe de Civil y Penal de la Comunidad de Madrid y 
Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación